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EN SALUD

Hablar de suicidio salva vidas?

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Las personas que soportan el dramático dolor y desesperanza en la antesala de la ideación y del comportamiento suicida merecen nuestra mirada más sensible y comprometida.

Hablar del suicidio puede salvar muchas vidas. Y hacer que muchas personas puedan encontrar espacios que alivien su sufrimiento, su desesperanza y la desconexión con elementos sustantivos de la propia vida que representan andamiajes imprescindibles para estar y ser en grados razonables de bienestar.

Porque hablar del suicidio supone (debe suponer) capturar y mostrar de manera adecuada, respetuosa, precisa, responsable y con evidencia científica la historia del sufrimiento humano, del dolor psicológico y emocional que lastra y colapsa el tránsito por la vida de no pocas personas, adheridas en ocasiones a un proceso de descomposición emocional que atrae de manera dramática la idea y posibilidad de la muerte, su toma en consideración como opción y posibilidad y, desgraciadamente, en determinadas situaciones, la concreción de un proceso de planificación más o menos explícito de una terrible vía de salida.

Como sociedad, vivimos instalados en una suerte de cultura, tradición, rutina e inercia que tiende a ocultar la experiencia de la muerte en casi todas sus manifestaciones.
Y la conducta suicida es, con pocas dudas, una estrella en este escenario.

Hablar del suicidio ha estado asociado, desde la noche de los tiempos y con evidentes raíces al término designado por el sociólogo David Phillips en 1974 para definir el posible efecto imitativo de la conducta suicida.

La denominación brota de la novela “Las penas del joven Werther“, del escritor alemán Wolfgang von Goethe, en la que el protagonista de la historia termina suicidándose por amor.

Fue tal la notoriedad del texto que poco después de su publicación, en 1774, cerca de 50 jóvenes tomaron la decisión de “quitarse la vida” con un método muy similar al utilizado por el protagonista.

El libro llegó a estar prohibido en algunos países y toda la historia en su conjunto contribuyó a crear y consolidar una idea al respecto a la inconveniencia marcada de explicitar, exponer y “destapar” esta conducta.

La consigna, el “santo y seña”, pues, no hablar, no exponer, no explicar, no decir. No “dar ideas”. Y el resultado, desgraciadamente, la deriva, la desorientación, la ocultación, el arrinconamiento. Aquello de lo que no se habla no existe.

La OMS recomienda abordar el suicidio

La Organización Mundial de la Salud (OMS) viene haciendo recomendaciones, precisas, expresas y muy detalladas del profundo error que supone no abordar de modo decidido este fenómeno terrible.

Y la respuesta no puede ser otra, entre muy diversas medidas en paralelo, que el desarrollo de poderosas políticas de prevención de lo que representa un grave problema de salud pública.

Existe evidencia, buenas prácticas, modelos y experiencias que avalan y amparan la necesidad de hablar del fenómeno, de difundir los mecanismos que se conoce y se han probado como potentes herramientas de prevención.

Las personas que soportan el dramático dolor y desesperanza en la antesala de la ideación y del comportamiento suicida merecen nuestra mirada más sensible y comprometida.

No hay otro plan, no hay otro camino. Y, claro, inmerso en él, el despliegue de adecuadas y razonables prácticas de comunicación en los medios.

Porque hablar del suicidio, hemos de insistir, salva vidas. Pero hablar del suicidio supone un obligado ejercicio de reflexión de cómo, sobre qué y también cuándo. Porque hablar del suicidio no es convocar lo escabroso, el morbo y el retorcimiento.

Ni asociar la conducta suicida con la enfermedad mental sin más. Como una forma de “soldadura” sine qua non.

El suicidio tiene que ver con la enfermedad mental, sí, pero no solo. Y hablar del suicidio supone también ahondar en la necesidad de desarrollar programas de prevención de los desajustes emocionales y psicológicos y de los trastornos del estado de ánimo en los centros educativos. Con los más jóvenes.

Y en el contexto de lo que es una comunidad educativa. Con todos sus agentes trabajando en una dirección.

El bienestar

Hablar del suicidio representa profundizar en las vías de solución que existen. Con rigor científico. Con evidencia. Con respeto. Con insondable sensibilidad. l

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Las personas que soportan el dramático dolor y desesperanza en la antesala de la ideación y del comportamiento suicida merecen nuestra mirada más sensible y comprometida.

Hablar del suicidio puede salvar muchas vidas. Y hacer que muchas personas puedan encontrar espacios que alivien su sufrimiento, su desesperanza y la desconexión con elementos sustantivos de la propia vida que representan andamiajes imprescindibles para estar y ser en grados razonables de bienestar.

Porque hablar del suicidio supone (debe suponer) capturar y mostrar de manera adecuada, respetuosa, precisa, responsable y con evidencia científica la historia del sufrimiento humano, del dolor psicológico y emocional que lastra y colapsa el tránsito por la vida de no pocas personas, adheridas en ocasiones a un proceso de descomposición emocional que atrae de manera dramática la idea y posibilidad de la muerte, su toma en consideración como opción y posibilidad y, desgraciadamente, en determinadas situaciones, la concreción de un proceso de planificación más o menos explícito de una terrible vía de salida.

Como sociedad, vivimos instalados en una suerte de cultura, tradición, rutina e inercia que tiende a ocultar la experiencia de la muerte en casi todas sus manifestaciones.
Y la conducta suicida es, con pocas dudas, una estrella en este escenario.

Hablar del suicidio ha estado asociado, desde la noche de los tiempos y con evidentes raíces al término designado por el sociólogo David Phillips en 1974 para definir el posible efecto imitativo de la conducta suicida.

La denominación brota de la novela “Las penas del joven Werther“, del escritor alemán Wolfgang von Goethe, en la que el protagonista de la historia termina suicidándose por amor.

Fue tal la notoriedad del texto que poco después de su publicación, en 1774, cerca de 50 jóvenes tomaron la decisión de “quitarse la vida” con un método muy similar al utilizado por el protagonista.

El libro llegó a estar prohibido en algunos países y toda la historia en su conjunto contribuyó a crear y consolidar una idea al respecto a la inconveniencia marcada de explicitar, exponer y “destapar” esta conducta.

La consigna, el “santo y seña”, pues, no hablar, no exponer, no explicar, no decir. No “dar ideas”. Y el resultado, desgraciadamente, la deriva, la desorientación, la ocultación, el arrinconamiento. Aquello de lo que no se habla no existe.

La OMS recomienda abordar el suicidio

La Organización Mundial de la Salud (OMS) viene haciendo recomendaciones, precisas, expresas y muy detalladas del profundo error que supone no abordar de modo decidido este fenómeno terrible.

Y la respuesta no puede ser otra, entre muy diversas medidas en paralelo, que el desarrollo de poderosas políticas de prevención de lo que representa un grave problema de salud pública.

Existe evidencia, buenas prácticas, modelos y experiencias que avalan y amparan la necesidad de hablar del fenómeno, de difundir los mecanismos que se conoce y se han probado como potentes herramientas de prevención.

Las personas que soportan el dramático dolor y desesperanza en la antesala de la ideación y del comportamiento suicida merecen nuestra mirada más sensible y comprometida.

No hay otro plan, no hay otro camino. Y, claro, inmerso en él, el despliegue de adecuadas y razonables prácticas de comunicación en los medios.

Porque hablar del suicidio, hemos de insistir, salva vidas. Pero hablar del suicidio supone un obligado ejercicio de reflexión de cómo, sobre qué y también cuándo. Porque hablar del suicidio no es convocar lo escabroso, el morbo y el retorcimiento.

Ni asociar la conducta suicida con la enfermedad mental sin más. Como una forma de “soldadura” sine qua non.

El suicidio tiene que ver con la enfermedad mental, sí, pero no solo. Y hablar del suicidio supone también ahondar en la necesidad de desarrollar programas de prevención de los desajustes emocionales y psicológicos y de los trastornos del estado de ánimo en los centros educativos. Con los más jóvenes.

Y en el contexto de lo que es una comunidad educativa. Con todos sus agentes trabajando en una dirección.

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